Estar obeso se parece mucho (demasiado) a envejecer
18 septiembre, 2020María Josefa García Barrado, Universidad de Salamanca
Una de las cuestiones que más ha preocupado al ser humano a lo largo de la historia ha sido, y sigue siendo, el envejecimiento y la enfermedad. El profesor de Medicina de la Harvard Medical School, William Chin, aseguraba que “la necesidad humana de medicinas para aliviar el sufrimiento, curar enfermedades y retrasar el envejecimiento es a la vez atemporal y personal”. Sin embargo, y a pesar de los grandes avances que se han producido en el ámbito sanitario a lo largo de los siglos XX y XXI, últimamente se han extendido otras enfermedades, como la obesidad, consecuencia de las mejoras socioeconómicas de la población, que no son precisamente benignas.
Las autoridades sanitarias mundiales, entre ellas las españolas, coinciden en definir la obesidad como una pandemia. Por ello, y en plena crisis de la COVID-19, olvidarla sería totalmente injusto. Máxime después del periodo de confinamiento obligatorio en el que muy probablemente los indicadores de la obesidad se hayan incrementado.
¿Existen rasgos comunes entre la obesidad y el envejecimiento?
La obesidad es un problema de salud global que generalmente va asociado con otras enfermedades cardiovasculares y metabólicas. Entre ellas, la hipertensión, dislipemias, y diabetes mellitus tipo 2. Los estudiosos del tema llevan años planteándose cuestiones como: ¿por qué los obesos presentan elevados índices de mortalidad prematura? O lo que es lo mismo, ¿por qué viven menos? En este contexto, todo apunta a que existen importantes similitudes entre la obesidad y el envejecimiento.
Investigadores del grupo de Madhan Subramanian de la Universidad de Oklahoma (EE UU) publicaban en 2018 un interesante estudio al respecto. En él afirmaban que la obesidad y el envejecimiento comparten una sobreestimulación crónica el sistema nervioso simpático. Esta alteración del sistema nervioso autónomo contribuye al desarrollo de múltiples enfermedades cardiovasculares, entre otras la hipertensión. Su origen es multifactorial, e incluye el envejecimiento de las células gliales detectada en la obesidad.
Por otra parte, la mayoría de los investigadores coinciden en vincular obesidad con un generalizado (aunque moderado) aumento de los niveles de moléculas proinflamatorias –como las citoquinas– en el organismo. Esta situación también es compartida con el proceso fisiológico del envejecimiento.
¿Con la obesidad se envejece antes?
La revista Obesity Review publicaba recientemente un artículo titulado “Obesidad y envejecimiento, dos caras de la misma moneda”. Los autores de esta revisión –Santosa, Tam y Morais, de la Universidad Concordia de Montreal– nos introducían en una verdadera encrucijada. Ellos conseguían que nos planteáramos si estar obeso se parece demasiado a envejecer.
La respuesta a este interrogante se halla en el propio artículo. En él se explican los mecanismos desencadenantes de la rápida aparición de enfermedades crónicas en la obesidad y que viajan paralelos a los del envejecimiento. Los autores analizan diferentes aspectos que abarcan desde la biología celular hasta el estudio en tejidos de pacientes obesos. Estos descubrimientos se sustentan en 238 artículos científicos.
A nivel molecular, se ha demostrado que la obesidad favorece la senescencia celular y la apoptosis (o muerte celular programada). A este evento le suele acompañar una disfunción en las mitocondrias, el orgánulo responsable de las reacciones metabólicas redox. Eso explica por qué el inadecuado funcionamiento mitocondrial conlleva una inflamación crónica y un aumento de especies reactivas o radicales libres. Un comportamiento muy similar al que se desarrolla en la senectud.
En condiciones normales, el proceso fisiológico de la autofagia corrige estos desajustes. En concreto, la autofagia funciona como un eficiente barrendero, que recoge y recicla todos los residuos, por ejemplo proteínas defectuosas o exceso de radicales libres, para luego transformarlos en energía. Sin embargo, en la obesidad la autofagia está frenada. Y eso da como resultado una mayor agregación de proteínas defectuosas, que son características comunes con el envejecimiento. Con ello se refuerzan los mecanismos asociados a la senescencia celular.
No acaban ahí las coincidencias. En nuestro país, investigadores del CNIO como la doctora María Blasco han realizado importantes avances en el conocimiento de los telómeros y su implicación en el envejecimiento. Los telómeros son las tapas protectoras de los extremos de los cromosomas y actúan como temporizadores celulares. Su longitud marca el número de divisiones celulares hasta que se produce la muerte celular. El desgaste de los telómeros en el envejecimiento se ha observado también en la obesidad.
Todos estos datos marcan un antes y un después en el análisis de las patologías asociadas a la edad.
La COVID-19 se ceba con los obesos, además de con los ancianos
Para colmo, se ha vinculado la obesidad con un aumento de enfermedades neurodegenerativas. La disminución en la cognición se atribuye a la presencia de inflamación neuronal. Asimismo, ambos procesos, obesidad y envejecimiento, van acompañados del debilitamiento en el sistema inmunitario. Con ello, el riesgo de infecciones aumenta.
De hecho, los obesos son más susceptibles de padecer los síntomas gripales al estar menos protegidos por la vacuna. Es más, en los últimos meses también se ha observado un empeoramiento de la sintomatología de la COVID-19 en pacientes ancianos y obesos.
A las alteraciones descritas se suma que la sarcopenia –caracterizada por una disminución de fuerza y la masa muscular–, la enfermedad de Alzheimer, además de algunos tipos de cáncer transcurren en obesos a través de mecanismos comunes al envejecimiento.
Desafortunadamente, los casos de obesidad están en continuo ascenso, y los itinerarios terapéuticos para combatir la enfermedad no han alcanzado aún resultados óptimos. Por tanto, encontrar nuevas estrategias para su tratamiento supone un reto en la sociedad actual y debería ser un compromiso de todos.
María Josefa García Barrado, Profesora titular de Farmacología, Universidad de Salamanca